Por Patrick Colon
El Rimland es la franja costera que bordea el gran continente euroasiático, donde se concentra la mayor parte del comercio, la población y los conflictos estratégicos del mundo. Propuesto por Nicholas Spykman como respuesta crítica a la teoría del Heartland de Halford Mackinder, este concepto sostiene que quien controle estas zonas periféricas —y no el centro continental— controlará el destino global. En el contexto americano, el Rimland incluye el Caribe, que actúa como eje de tránsito entre el Atlántico, el Canal de Panamá y las rutas comerciales intercontinentales. República Dominicana, ubicada en el corazón de este Rimland occidental, posee un valor geoestratégico inmenso como punto de conexión entre potencias, pero aún no ha asumido plenamente ese rol.
La teoría del Rimland se sostiene porque explica con precisión dónde se concentran hoy las verdaderas dinámicas de poder. A diferencia del Heartland, que respondía a una era de imperios terrestres, el Rimland refleja la lógica del siglo XXI: una era marítima, comercial y multipolar. Más del 70 % de la población mundial y la mayor parte del PIB global se concentran en países ubicados a lo largo de esta franja: China, India, Japón, Corea, el sudeste asiático y Europa Occidental. En estas zonas también se localizan las principales infraestructuras portuarias y rutas oceánicas del planeta. El 90 % del comercio internacional se transporta por mar, y quien domina esos corredores —como el Estrecho de Malaca, el Canal de Suez o el Canal de Panamá— controla el flujo de mercancías y, por tanto, el poder económico.
Los grandes conflictos de nuestro tiempo también ocurren en este borde estratégico: el mar de China Meridional, Taiwán, Ucrania, Gaza, Irán, el estrecho de Ormuz, la expansión de la OTAN en el Báltico, y más cerca de nosotros, Cuba y Venezuela. Esta concentración de tensiones no es casual: el Rimland es un espacio de fricción entre potencias rivales, y su control ofrece acceso tanto a los mares como a los interiores continentales. Por eso Estados Unidos mantiene una red de bases militares a lo largo de esta franja y por eso, desde la Guerra Fría hasta hoy, la mayoría de las guerras indirectas —Vietnam, Afganistán, Medio Oriente— se han librado allí. Spykman lo advirtió décadas antes de que ocurriera, lo que refuerza la validez predictiva de su teoría.
A lo largo de su historia, la República Dominicana ha operado bajo una mentalidad insular, marcada más por la defensa que por la proyección. Esta visión se origina en su nacimiento como Estado independiente en 1844, cuando la amenaza constante de una reinvasión haitiana forjó una identidad política centrada en el miedo, el aislamiento y la territorialidad. Desde entonces, el país se ha concebido a sí mismo como una nación a la defensiva, más interesada en custodiar su suelo que en influir en el entorno regional. Esta lógica se expresó de forma dramática en la decisión de Pedro Santana de anexar la República a España en 1861, renunciando a la soberanía en nombre de la seguridad. Posteriormente, Buenaventura Báez intentó someter el país al protectorado de Estados Unidos en varias ocasiones. En vez de desarrollar una doctrina de afirmación nacional e influencia regional, se buscó refugio en potencias externas.
Incluso durante el siglo XX, bajo la dictadura de Trujillo, aunque se invirtió en infraestructura, la política exterior se mantuvo atrapada en una lógica protocolar, sin ambición estratégica. Y en el siglo XXI, pese al crecimiento económico, la República Dominicana sigue careciendo de una doctrina internacional coherente. Se participa pasivamente en organismos multilaterales sin posicionamiento autónomo en temas cruciales como las rutas del comercio global, la disputa entre polos emergentes, o la reconfiguración de alianzas. El país actúa como si su ubicación fuera una coincidencia irrelevante, sin asumir que se sienta sobre uno de los corredores marítimos más importantes del hemisferio.
Esa desconexión entre posición geográfica y visión de Estado también se refleja en el modelo económico, que ha estado basado en sectores funcionales pero carentes de poder estructural. El turismo, promovido desde los años setenta como motor de desarrollo, genera divisas, pero no crea influencia internacional. Los turistas llegan, consumen y se van; no dejan redes diplomáticas, cadenas de valor ni capacidad negociadora. Las zonas francas, florecientes desde los años ochenta, operan con insumos importados y capital externo, generando empleo, pero no soberanía. A esto se suma una fuerte dependencia de las remesas, que representan cerca del 10 % del PIB. Aunque estabilizan el consumo interno, las remesas no construyen infraestructura, ni producen autonomía estratégica.
Paradójicamente, a pesar de contar con una red moderna de puertos —como Caucedo, Haina o Puerto Plata—, el país no ha articulado una visión logística nacional que los conecte a un proyecto de inserción internacional. Operan como enclaves económicos aislados, sin coordinación interportuaria ni anclaje diplomático. No existe una flota mercante nacional robusta, ni alianzas con Estados portuarios como Panamá, Países Bajos o Singapur. República Dominicana ha invertido en sectores que generan ingresos, pero no en sectores que construyen poder. Para un país enclavado en el Rimland, eso equivale a dejar vacante el asiento que le ofrece la historia.
Para una nación insular como la República Dominicana, adaptarse a la lógica geopolítica del Rimland no es un lujo académico, sino una urgencia histórica. Su ubicación entre el Canal de Panamá, el Atlántico Norte y las rutas que conectan América, Europa y Asia la posiciona como un nodo logístico natural. Pero la geografía, por sí sola, no garantiza nada. Hay que asumirla, cultivarla y proyectarla. Eso exige abandonar la mentalidad de isla pasiva y comenzar a pensarse como plataforma de tránsito, de articulación estratégica y de diplomacia inteligente. La teoría del Rimland, adaptada a nuestro contexto, puede ofrecer el marco para repensar no solo la política exterior, sino también el modelo económico, la infraestructura nacional y el rol de República Dominicana en un mundo que se fragmenta en bloques.
La República Dominicana no necesita conquistar tierras ni construir imperios para convertirse en una potencia funcional: lo único que necesita es comprender su lugar y actuar en consecuencia. En geopolítica, el espacio no se hereda: se conquista con visión. El Rimland no es solo una teoría: es una advertencia. O los pueblos ubicados en sus bordes despiertan y usan su posición como herramienta de poder, o serán utilizados como pasarelas por otros. El Caribe ha sido puente durante siglos. Es hora de que República Dominicana deje de ser el paso… y se convierta en el paso obligado.