Cuando el Imperio británico abandonó el subcontinente indio en 1947, dejó tras de sí no solo un mapa redibujado, sino también una herida abierta que ha sangrado durante casi ocho décadas. La creación de India y Pakistán no fue simplemente una partición territorial; fue una fractura civilizatoria, marcada por masacres, desplazamientos forzados y el nacimiento de dos naciones que, desde su origen, se definieron más por lo que las separaba que por lo que alguna vez compartieron.
El conflicto entre India y Pakistán nació oficialmente el 14 de agosto de 1947, cuando Pakistán se declaró independiente, un día antes que India. El nuevo Estado musulmán fue concebido como un refugio para los musulmanes del subcontinente, mientras India adoptó un modelo secular aunque de mayoría hindú. La división, sin embargo, fue brutal. Más de 10 millones de personas cruzaron fronteras en ambas direcciones en una de las migraciones más masivas y violentas del siglo XX. Se estima que cerca de un millón de personas murieron en matanzas comunales.
Desde entonces, ambos países han librado tres guerras convencionales —en 1947, 1965 y 1971— y múltiples enfrentamientos armados, escaramuzas fronterizas y crisis diplomáticas. El epicentro del conflicto ha sido la región de Cachemira, un territorio montañoso y estratégico que quedó en disputa tras la partición. En 1947, el maharajá de Cachemira —un hindú que gobernaba una población mayoritariamente musulmana— decidió adherirse a la India, lo que provocó la primera guerra entre ambos países. Desde entonces, Cachemira ha sido el principal campo de batalla político, militar y simbólico entre Nueva Delhi e Islamabad.
La segunda guerra, en 1965, también se centró en Cachemira, y aunque terminó con un alto el fuego mediado por la Unión Soviética, no resolvió las causas profundas del conflicto. En 1971, el enfrentamiento tomó un rumbo distinto. En esta ocasión, India intervino directamente en la guerra civil que sacudía a Pakistán Oriental (hoy Bangladés), apoyando al movimiento independentista bengalí. La derrota de Pakistán no solo provocó su partición interna, sino que también profundizó la rivalidad con India, elevándola a un punto de no retorno.
Desde entonces, la tensión ha estado siempre latente, agravada por el desarrollo de armas nucleares por ambas partes. En 1998, los dos países realizaron pruebas nucleares con semanas de diferencia, formalizando un equilibrio de terror que ha contenido, pero no eliminado, la amenaza de guerra total. A partir del siglo XXI, nuevos elementos han añadido complejidad al conflicto: el auge del terrorismo, los ciberataques, y el uso de drones y armamento de precisión. Atentados como el de Bombay en 2008, atribuidos a grupos con base en Pakistán, volvieron a poner a ambos países al borde del enfrentamiento directo.
El conflicto indo-paquistaní no es solamente una disputa territorial. Es también una lucha de relatos, de identidades nacionales construidas en oposición mutua. India se ve a sí misma como una democracia secular acosada por el extremismo, mientras que Pakistán considera que protege los derechos de los musulmanes en una región hostil. Ambos gobiernos han instrumentalizado el conflicto para fines internos, reforzando nacionalismos que dificultan cualquier avance real hacia la paz.
Hoy, Cachemira sigue siendo una zona fuertemente militarizada y dividida entre dos administraciones, mientras las aspiraciones del pueblo cachemir —sea por mayor autonomía, integración o independencia— han sido marginadas. A pesar de múltiples diálogos de paz, acuerdos temporales y gestos diplomáticos, la desconfianza persiste como piedra angular de las relaciones bilaterales.
En el fondo, la historia del conflicto entre India y Pakistán es la historia de una partición mal cicatrizada, de heridas no cerradas, y de dos naciones que aún no han encontrado el camino hacia una convivencia estable. Y mientras el mundo observa con preocupación cada nueva escalada, la región entera continúa caminando sobre una cuerda floja nuclear, con la historia como sombra persistente.