Por Patrick Colón
¿Por qué millones de hispanos deciden abandonar sus hogares para emprender un camino incierto hacia los Estados Unidos, muchas veces sin documentos y expuestos a la ilegalidad? La respuesta no es simple, pero sí estructural. En una era donde la movilidad es un privilegio y no un derecho, los flujos migratorios desde Hispanoamérica hacia el norte responden al desequilibrio global entre periferia y centro. Mientras Estados Unidos concentra capital, empleo y estabilidad institucional, muchos países latinoamericanos enfrentan crisis económicas, violencia estructural y Estados débiles. Así, el camino hacia el norte no es una elección romántica: es una necesidad impulsada por la supervivencia.
La fuerza gravitacional del dólar, el mercado informal que acepta (y necesita) mano de obra barata, y la imagen persistente del «sueño americano» convierten a Estados Unidos en el destino lógico para millones. Pero cuando las puertas legales están cerradas —por burocracia, discriminación o costo—, la frontera se convierte en una pared que solo se puede cruzar por las sombras. Entrar legalmente al país requiere más que voluntad: exige dinero, patrocinadores, documentos, paciencia y a menudo esperar años. Muchas veces, quienes más necesitan salir de su país son justamente los menos elegibles bajo los criterios de la ley migratoria estadounidense. Por eso, la entrada sin papeles, aunque ilegal, es funcional: es la única vía para quien carece de recursos pero posee fuerza laboral.
Una vez dentro, estos inmigrantes se insertan en los márgenes más productivos del sistema económico. No son parásitos ni “cargas”, como sugieren algunos discursos políticos. Son trabajadores. Según el Departamento de Agricultura, entre el 50 y el 70 % de los empleados del sector agrícola en Estados Unidos son indocumentados. Sin ellos, las frutas no se recolectan, las verduras no llegan al supermercado y los precios suben. En la construcción, se estima que uno de cada siete trabajadores es indocumentado, aportando fuerza física y habilidad técnica a una industria que requiere eficiencia y bajos costos. En la hostelería, el servicio de restaurantes, los trabajos de limpieza, jardinería, y delivery urbano, su rol es igualmente fundamental. Son los que trabajan mientras el resto duerme. Invisibles, pero imprescindibles.
La economía estadounidense no solo tolera esta mano de obra: la incorpora y la necesita. El Producto Interno Bruto (PIB) de los latinos en EE.UU. —que incluye tanto migrantes legales como indocumentados— alcanzó los 3.7 billones de dólares en 2022, lo que lo convertiría en la quinta economía del mundo, superando a países como India, Reino Unido o Francia, según un estudio de UCLA y Latino Donor Collaborative. Además, reportes de New American Economy señalan que los hispanos generaron en 2021 más de 1.2 billones en ingresos laborales, pagaron 308 mil millones en impuestos y gastaron más de 900 mil millones en bienes y servicios. Este peso económico contradice cualquier visión que los asocie al atraso o al costo fiscal.
Pero, ¿dónde están ubicados estos trabajadores? Los estados con mayor población hispana son California (15.8 millones), Texas (11.9 millones), Florida (5.8 millones) y Nueva York (3.9 millones). En proporción, el más hispano es Nuevo México, donde casi la mitad de los residentes son latinos. También destacan Arizona (32 %), Nevada (29 %), y Colorado (22 %). Incluso estados del noreste como Nueva Jersey (21 %) y Pensilvania (donde resido) con más de un millón de hispanos, han visto crecer su presencia en las últimas dos décadas.
Ahora bien, más allá del trabajo y los aportes, hay una dimensión humana y jurídica que merece atención. ¿Es justificable, desde una perspectiva ética y de derechos humanos, deportar a personas que llevan años aportando al país? La respuesta, si es honesta, debe ir más allá de los marcos legales. Éticamente, deportar a un trabajador que ha criado hijos, pagado impuestos y nunca ha cometido delitos, es una forma de castigo sin redención. Desde los derechos humanos, el principio de no discriminación, el derecho a la vida familiar y el debido proceso son frecuentemente vulnerados en las prácticas actuales de deportación.
Además, desde la prudencia estatal —ese valor político que mide no solo lo legal, sino lo sensato— las redadas y las deportaciones masivas son torpes. Un país no puede construir una economía basada en el trabajo indocumentado y luego destruir a quienes la sostienen. Eso no es gobernabilidad, es cinismo institucional. Y aun así, ICE (Immigration and Customs Enforcement) continúa realizando operativos en centros de trabajo, utilizando órdenes administrativas (I-200 o I-205) para ingresar a espacios públicos sin necesidad de autorización, y muchas veces tratando de presionar a empleadores para que permitan el acceso a zonas privadas sin una orden judicial válida. Este tipo de intervención, que a veces se basa más en cuotas de arrestos que en amenazas reales, erosiona no solo la vida del migrante, sino también la legitimidad del Estado.
Estados Unidos se enfrenta, por tanto, a una disyuntiva que no es nueva, pero sí cada vez más evidente: ¿seguirá siendo un país que se beneficia de la inmigración hispana mientras la criminaliza? ¿O será capaz de reconocer, con madurez política, que estos trabajadores no son un problema: son parte del alma productiva de la nación?
Porque en el fondo, la pregunta más incómoda es esta:
¿Qué dice de nosotros un país que necesita a su clase trabajadora, pero solo la tolera cuando es invisible?