Por Jaime Bruno
En la historia política dominicana y en la de toda América Latina la pequeña burguesía ha jugado el papel de una mecha corta: no es el cañón, no es la pólvora, pero sí aquello que, por su inestabilidad, puede detonar el desastre. Juan Bosch, visionario y lúcido, no la condenó desde el desprecio, sino desde el diagnóstico. La describió como una clase intermedia, atrapada entre su aspiración de ascenso social y la realidad de una competencia capitalista que la margina y la proletariza. Es decir, sueñan con subir, pero el ascensor está roto y la escalera, llena de espejismos.
Como toda clase en tránsito, su inseguridad se transforma en actitud política. En vez de luchar por el cambio estructural, la pequeña burguesía tiende a encaramarse en lo posible, en lo inmediato, en lo que le asegure estabilidad, aunque sea transitoria. Esta lógica, si se infiltra en los partidos, termina convirtiendo lo que debía ser una trinchera revolucionaria en un club de ascenso social. La paradoja o quizás la ironía más cruel es que quienes enarbolan el pensamiento de Bosch, algunos incluso como discípulos declarados, terminan comportándose como los mismos pequeño-burgueses que él advirtió, colocando sus intereses de grupo por encima de los principios fundacionales.
En el contexto actual del partido Fuerza del Pueblo, lo que se vive en la Circunscripción #1 del exterior no es más que el eco de una vieja enfermedad: el miedo de la pequeña burguesía a perder privilegios frente al mandato democrático de las mayorías. El consenso, ese concepto que puede ser noble cuando nace del debate sincero, aquí se ha transformado en la coartada de quienes temen ser evaluados por las bases. Es decir, en vez de elecciones limpias y participativas, se opta por la reconfirmación automática: un acuerdo entre iguales para que nada cambie. Como si en una tormenta eléctrica se decidiera apagar el pararrayos para no molestar a las nubes.
La metáfora es inevitable: la pequeña burguesía en política es como un árbol plantado en arena movediza. Puede dar sombra un tiempo, puede parecer fuerte, pero al primer vendaval colapsa… y arrastra a todos con él. Así sucedió tras la muerte de Bosch, cuando el Partido de la Liberación Dominicana (PLD), sin brújula moral, fue carcomido desde sus cimientos por esas mismas luchas intestinas de egos, parcelas y lealtades de ocasión. Fue la implosión de un proyecto que nació con vocación transformadora y terminó administrando cuotas de poder como si se tratara de una empresa privada.
El ejemplo histórico más ilustrativo y doloroso de lo que puede provocar la influencia desmedida de la pequeña burguesía es la Revolución Rusa de 1917. Los mencheviques, representantes claros de esa clase intermedia temerosa del cambio profundo, prefirieron pactar con el zarismo y las potencias extranjeras antes que acompañar las demandas radicales de los soviets. Esa tibieza política no solo les costó el liderazgo del proceso, sino que provocó una guerra civil sangrienta y la radicalización del régimen. Lo que pudo ser una revolución social integradora devino en una dictadura centralizada. El miedo de la pequeña burguesía abrió la puerta al totalitarismo.
Volviendo al presente, nos encontramos ante una paradoja que sangra: quienes más citan a Bosch, más se alejan de su pensamiento cuando los principios chocan con sus intereses personales. Decía Confucio: “Si ya sabes lo que tienes que hacer y no lo haces, entonces estás peor que antes”. Porque el que ignora puede aprender, pero el que traiciona el conocimiento, no tiene excusa.
Lo peligroso de este escenario no es solo la traición a una herencia política, sino el mensaje que se le envía a las generaciones emergentes: que el mérito no importa, que el discurso se acomoda, y que en política triunfa quien mejor se camufla. Si no se corrige este rumbo, Fuerza del Pueblo corre el riesgo de replicar el mismo guion que destruyó al PLD: una élite pequeña-burguesa secuestrando los sueños de cambio de toda su membresía o una demarcación.
