Desde mediados del siglo XIX, el Colegio Cardenalicio ha albergado una división ideológica cada vez más visible entre dos corrientes: el conservadurismo, aferrado a la tradición, y el progresismo, más permeable a las transformaciones sociales. Esta tensión tiene su origen en los debates sobre la confesionalidad del Estado en Estados Unidos y Europa. Mientras en el viejo continente el clero respondió con un repliegue tradicionalista, en Norteamérica, muchos prelados asumieron la separación entre Iglesia y Estado como algo natural, influenciados por el marco constitucional estadounidense.
A lo largo del tiempo, la influencia de ambos sectores se fue equilibrando, hasta que en el cónclave de 1958 se eligió al primer papa progresista del siglo XX: Juan XXIII. Desde entonces, se ha producido una alternancia entre papas conservadores, como Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, y pontífices progresistas, como Juan Pablo I y Francisco. Este aparente «bipartidismo» eclesial lleva a preguntarse si la adscripción ideológica de un papa condiciona la dirección de la política exterior vaticana. Para responderlo, resulta esclarecedor observar cómo actuaron Benedicto XVI y Francisco en tres regiones clave: el Mediterráneo oriental, América y Asia Oriental.
En el caso del conflicto palestino-israelí, Benedicto XVI inició en 2009 una línea de compromiso con la paz, respaldando por primera vez de forma explícita la solución de los dos Estados, al tiempo que defendía un estatus internacional para Jerusalén. No obstante, nunca reconoció formalmente al Estado palestino. Francisco heredó esa postura pero la llevó más allá. En 2014 visitó Tierra Santa, promovió una oración conjunta con líderes israelíes y palestinos en el Vaticano, y en 2015 la Santa Sede reconoció formalmente a Palestina como Estado soberano. Las palabras se tradujeron en acciones, consolidando una continuidad estratégica pero con mayor audacia política. A raíz de los ataques de octubre de 2023, Francisco redobló su postura crítica, condenando tanto el terrorismo como los bombardeos israelíes sobre Gaza, y sugiriendo incluso que podría tratarse de crímenes de guerra. Frente a la moderación teórica de Benedicto, Francisco ha ejercido una diplomacia más comprometida con las consecuencias humanitarias del conflicto.
En el hemisferio americano, el tema de Cuba y Estados Unidos fue otro campo donde la transición entre ambos papados no implicó ruptura, sino evolución. Benedicto XVI, durante su visita a la isla en 2012, asumió el papel de mediador al criticar tanto el sistema socialista cubano como el embargo estadounidense, posicionándose como una figura de equilibrio. Gracias a esa postura, logró abrir canales diplomáticos y obtuvo la liberación de numerosos presos políticos. Francisco retomó esa misma agenda, pero la dotó de un impulso decisivo. En 2014, intervino directamente enviando cartas personales a Raúl Castro y Barack Obama, lo que derivó en negociaciones bilaterales con mediación vaticana y, finalmente, en la reanudación oficial de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos. Esta acción concertada ejemplifica cómo el pontificado de Francisco ha profundizado en el camino diplomático trazado por su antecesor, consolidando el rol de la Santa Sede como actor internacional activo.
El acercamiento a China, un tema históricamente complejo para el Vaticano, también muestra esta continuidad con evolución. Benedicto XVI dio el primer paso en 2007 con una carta histórica que propiciaba el diálogo con Pekín, aunque sin resultados diplomáticos concretos debido a los tradicionales obstáculos: la cuestión de Taiwán y la autonomía de la Iglesia china. Francisco, apoyado en la figura del cardenal Parolin, logró en 2018 un Acuerdo Provisional con China que, sin ser definitivo, permitió al Vaticano participar en el nombramiento de obispos. Dicho acuerdo, renovado en 2020, 2022 y 2024, se mantiene vigente hasta 2028. Aunque la Santa Sede aún no ha roto formalmente relaciones con Taiwán, los avances sugieren una eventual reconfiguración de su política hacia Asia. El legado de Benedicto fue el trazado del camino, pero fue Francisco quien lo caminó y obtuvo resultados diplomáticos concretos.
En el fondo, lo que se observa no es una ruptura entre conservadores y progresistas, sino una continuidad adaptativa donde el teólogo alemán delineó líneas estratégicas y el pastor argentino las llevó a la práctica. Benedicto XVI, con sus zapatos rojos, representaba la solemnidad doctrinal de la Iglesia; Francisco, con sus humildes zapatos negros, ha encarnado una diplomacia pastoral más pragmática y sensible a los conflictos contemporáneos. Sin embargo, ambos han calzado finalmente la misma dirección histórica: proyectar una Santa Sede coherente con su rol global, más allá de los matices ideológicos.