Por Jaime Bruno
Lo que era un rumor, hoy es un hecho consumado. La alta dirección del Partido Fuerza del Pueblo ha decidido ratificar a los actuales miembros de la Dirección Central en la Circunscripción #1 del Exterior, sin mediar procesos democráticos, sin debate previo y, peor aún, sin una consulta legítima a las bases. Con una comisión encabezada por el presidente del partido, se nos informó en una asamblea que la decisión estaba tomada, apelando algunos argumentos y el “consenso”. Pero, ¿qué tipo de consenso puede nacer de una sutil imposición? ¿Qué legitimidad puede tener una decisión que hasta cierto punto excluye, divide y desoye?
En una región donde llevamos más de un año sin una sola reunión orgánica, con decenas de ausencias a las reuniones, sin una hoja de ruta clara y con visibles fracturas internas, hablar de consenso es como intentar construir un puente sobre terreno inestable y sin ingeniería: terminará colapsando. Las bases están desconcertadas, los cuadros intermedios frustrados, y los nuevos liderazgos, sencillamente, ninguneados. En la Circunscripción #1 del exterior, el tan anhelado Congreso Elector Manolo Tavárez Justo ha sido reducido a un trámite sin alma, a un acto que debió encender la llama de la democracia interna pero que, en cambio, ha echado más leña al fuego de la decepción.
Este tipo de decisiones, tomadas desde arriba, sin consultar, sin escuchar, nos colocan peligrosamente cerca de los vicios del viejo modelo político que, precisamente, juramos combatir. La ratificación automática de dirigentes en un clima de conflicto es como entregar la brújula del barco a quien insiste en ignorar la tormenta. ¿Dónde queda el relevo generacional? ¿Dónde está el espacio para la innovación, la crítica y la renovación?
A favor del “consenso” se dirá que busca evitar fracturas mayores, que garantiza continuidad y que es una medida temporal. Pero el problema no es el consenso en sí, sino el contexto en el que se impone y la forma en que se ejecuta. Un consenso real nace de un diálogo inclusivo, no del decreto; de la participación activa, no del aplauso forzado. La experiencia puede ser valiosa, pero no cuando se transforma en obstáculo para el avance colectivo.
En contra, la lista es larga: desmoralización de las bases, legitimidad erosionada, fuga de talentos, debilitamiento institucional, y sobre todo, la percepción de que el cambio prometido es puro maquillaje. Es una señal peligrosa de que hemos dejado de ser movimiento para convertirnos en aparato; de que la verticalidad ha vencido a la horizontalidad que inspiró a la diaspora a sumarse a esta causa.
¿Podemos gobernar dignamente un país si no podemos democratizar nuestras propias estructuras? La medicina, en este caso, no solo es peor que la enfermedad, sino que podría agravarla hasta el punto de hacernos irrelevantes como dirigentes en esta circunscripción y en la contienda del 2028.
Todavía hay tiempo para rectificar. Pero ese tiempo no se mide en discursos, sino en acciones. Escuchar a las bases, convocar a las direcciones medias y los verdaderos liderazgos, y construir reglas claras y sin ambigüedades para un nuevo inicio, no es solo una urgencia política: es un imperativo moral.
