por: Raymond Gonzalez
En un escenario cargado de indiferencia y olvido, el tristemente célebre “honorable” se despidió, pero no como esperaba. Con un telón de fondo lleno de pitos, flautas, y ruidos, su historia queda marcada por la soberbia que lo caracterizó. Desde el primer día hasta su último, la miseria —económica y del alma— fue la constante.
En su despedida, la ausencia fue notable. Nadie acudió de manera genuina, solo aquellos obligados por circunstancias laborales, y muchos de ellos llegaron tarde intencionadamente. En un ambiente impregnado de resignación, hasta la primera dama, con su rostro sombrío, murmuraba entre dientes el descontento por la situación, a veces en soliloquios.
Las figuras claves de la sociedad, las autoridades y quienes en otro tiempo podrían haber sido sus aliados, brillaron por su ausencia. Apenas llegó una figura relevante, y lo hizo cuando ya habían repartido la picadera —escasa y mal distribuida—, acorde con la mezquindad que caracterizó la gestión del “honorable”.
Se va en silencio, de madrugada, cargando deudas sociales y personales que, con el tiempo, erosionarán su conciencia. Aquello que fue visto como un juego de arrogancia hacia lo divino, ahora se enfrenta a la realidad de que es “el de arriba” quien reparte las cartas y determina el destino final.
La mayoría de los presentes, y probablemente muchos más, no le desean un simple “hasta luego”. Desde lo más profundo, desean que este adiós sea definitivo.
Váyase en paz, mi compadre. Váyase en paz.